Llamadme freaky, pero muchas veces me gustaría disponer de algún dispositivo e interfaz de comunicación cerebro a cerebro, para saber qué y cómo piensa este zagal, mientras los demás deambulamos a su alrededor con nuestras cosas a cuestas, y sus cosas también, claro, que sus cuitas son las nuestras, por supuesto, que diría la canción. Sobre todo me gustaría tener un aparato cerebro-cerebro para entenderle a la primera, para no equivocarme en el diagnóstico de la situación, cuando le pasa o necesita algo. Daniel no dispone de la suficiente motricidad fina como para manejar por sí mismo los aparatos de comunicación aumentativa. Por eso a veces pienso que, a pesar de la vertiente invasiva que tiene el tema, en nuestro caso, nos iría bien hablarnos de sesos a sesos, sipnasis incluidas, conexión a grifo abierto. Los investigadores ya van desarrollado aparatejos para ello, bastante avanzados algunos al parecer, pero aún queda mucho para que sean aplicables en situaciones comunes; además, éticamente plantean muchos interrogantes, claro. Pero hay casos y casos. Por si algún investigador y /o docto letrado me lee: yo prometo que si llega el caso, emplearíamos el artefacto sólo para beneficio del zagal, y nunca para entrometernos en los pensamientos más personales del pensamiento. Sugiero ya de paso, una interfaz que pueda conectarse y desconectarse a voluntad de Daniel, como hace él mismo consigo mismo , cuando le interesa, que parece que está en el limbo y no se cosca:
- ¿Decías algo, tía…? Disculpa, tenía la conexión off y a veces me cuesta enterarme, ya sabes …
Esto, todo en modo expresión facial. Ni una palabra.

Pienso todo esto y, de paso, os lo cuento, porque ayer ocurrió uno de esos episodios en que dices: pero mira que has sido zoquete, tía Luisa … Estábamos tan ricamente prestándole mucha atención a Chopin (ver rostro de Daniel ilustrativo de la beatitud del momento chopiniano). De repente mi sobrino suelta en su lenguaje «vocálico» (Daniel, por el tema de la espasticidad tiene muchas dificultades con las consonantes): «I-A». Me quedo como in albis, claro, y pregunto: ¿qué pasa Daniel?. «A-I», contesta. Buf, me digo, a pesar de que una está acostumbrada, le conoce los gestos, los rictus, las intenciones. Me olvido de la enunciación vocálica y le observo. Por la tensión en que se manifiesta todo él entero y su cara, deduzco que algo le molesta. Como había merendado y las digestiones van cómo van (la espasticidad es una alien que todo lo llena), pienso «va a ser el estómago, la tripa». Así que digo, como para la galería: vamos a inclinar la silla y así, un poco tumbado, estarás mejor; te hago un masajillo en la tripa. La mirada y la sonrisa de mi sobrino me dicen que he acertado. Venga, ya está, me relajo. Pero no siempre es tan sencillo, ni tan inmediata la solución. Y eso genera ansiedad, preocupación. Un poquito de impotencia. también.
Más tarde, ya en el coche, conduciendo por la Z-40, camino de vuelta a casa, se me ilumina en la cabezota la traducción «vocálico»- castellano:
- Daniel: «I-A» (tripa)
- Tía poco hábil: ¿Qué pasa, Daniel?
- Daniel: «A-I» (¡Ay!)
E-A-I-A, ¡qué rabia! golpeo el volante con el puño, mira que estaba claro … ¡qué tonta!