Viernes temprano por la mañana. Un mensaje de whatsapp de Inma, la madre de Daniel, dice: “que tu hijo se levante por la mañana diciendo ¡colegio, colegio!, y que después del desayuno, y antes de irse al autobús, haga contigo la lista de la compra, repitiendo cada palabra, patatas, cebollas, verdura, carne …, después de prácticamente seis meses casi sin hablar, eso, eso no tiene precio …”.

No tiene precio, en efecto. No tiene precio ver de nuevo a Daniel en su salsa, dejando que emerja su lado gamberro, divertido, parlanchín. No tiene precio oírle cantar de nuevo, a su manera, con su tarareo en “u” acompañando las melodías de jazz, las variaciones de los temas de Bach, de Vivaldi … con esa cara de emoción y velocidad, que más que estar oyendo música clásica parece que está en un concierto de heavy metal. Yo me mondo, de verdad.
La pandemia está haciendo estragos a muchos niveles, en muchos ámbitos. Es lógico que los medios de comunicación, incluso nuestras conversaciones personales, se centren en todo aquello que resulta más evidente para la mayoría: la sanidad y las consecuencias económicas -sobre todo en aquellos sectores más afectados, como la hostelería o la cultura-. Pero, como muchos estaréis constatando en carne propia o próxima, hay muchas más afectaciones.
Yo tengo que insistir en la que conozco de cerca: cómo la situación está afectando a las personas con discapacidad y a sus entornos. Las semanas de confinamiento, los muchos meses de suspensión de terapias, de cierre de centros donde sociabilizar, la reducción de los estímulos sensoriales e intelectuales, termina pasando factura en nuestra gente con diversidad funcional, que necesita mucho más mantener bien activados los “interruptores” (es nuestra jerga) y las conexiones. Daniel ha estado bien, pero ahora, que ha recuperado una parte de su actividad, nos damos cuenta mucho mejor de lo que necesitaba esta vuelta a una cierta normalidad.
El que no puede volver todavía, dada la inestabilidad de esta normalidad y puesto que Daniel sólo va unas horas por la mañana al centro, es su padre, que tuvo que pedir una excedencia por cuidado de su hijo dependiente, ya que el centro de día no ha podido abrir hasta hace un par de semanas. Esta afección económica de las familias con personas dependientes es uno de esos temas que se sufren en silencio en medio de la pandemia. Para las familias en la que alguno de sus miembros ha tenido que reducir su jornada o directamente solicitar excedencia -es decir reducir los ingresos del hogar- para atender a una persona dependiente (de la edad que sea), como es el caso del padre de Daniel, no hay ningún tipo de plan de rescate ni ayudas, salvo en alguna comunidad autónoma (como el País Vasco, si no estoy equivocada). Solo se contempla, y gracias, el derecho a poder dejar de percibir su sueldo, enteramente o en parte, para cuidar de los suyos, o, si hay problema con la empresa para pactar los términos del acuerdo, el derecho a acudir a los tribunales. Pero quizás de esto debamos hablar con más calma, porque en medio de la pandemia, los más silenciados y frágiles, lo son aún más, no sólo por las instituciones, también por sus propios conciudadanos.
De todas formas, no vamos a rendirnos, y mientras podamos, seguiremos riendo con Daniel y tarareando a Bach.