No me enteré del apagón hasta las dos de la tarde, cuando llegué al garaje de casa, cuyas puertas, afortunadamente, algunos vecinos, experimentados a causa de otras averías locales, habían bloqueado con unas piezas metálicas para que se quedaran abiertas. Veníamos de viaje en coche, escuchando música, no la radio, así que no sabíamos lo que estaba ocurriendo. Al pie de la escalera, mi vecino de rellano nos acabó de informar: apagón en toda España y Portugal. No pensé en los ocho pisos que nos quedaban por delante a nosotros, pensé instintivamente en los seis pisos que deberían de ser salvados, con Daniel a cuestas, si no venía la luz antes de las cinco de la tarde. No podía hablar con sus padres. Así que, muy preocupada como estaba, en cuanto pude me fui para su casa.
En efecto, la luz no regresó a tiempo. Así que Jorge, el padre de Daniel, se resignó, con todo el ánimo, a la tarea hercúlea de subir, primero a su hijo, tramo a tramo, como bien pudiese, hasta el sexto piso, y luego a su pesada silla de ruedas. En circunstancias como éstas, comprometidas y complicadas, Daniel no suele ayudar mucho: o por temor, o porque se toma la situación como una aventurilla, saca a pasear toda su espasticidad y su capacidad de movimiento, y con ello contribuye a multiplicar por bastante el esfuerzo que debe realizar quien lidia con él. En el segundo piso, Jorge estaba agotado, e Inma y yo poco podíamos hacer para ayudar, excepto dar ánimos. Menos mal que oportunidad y solidaridad se aliaron. Mientras Jorge estaba descansando un poco, sentado en la escalera con Daniel en sus brazos, nos encuentran sus vecinos, Sonia y Víctor. Venía con ellos un compañero de Víctor en la UME (ellos son de los que estuvieron varios meses en Valencia), para ayudarles a subir a casa a los dos niños pequeños. Al mismo tiempo, otro vecino baja por las escaleras. La luz se hace. No la eléctrica. La luz de la solidaridad. Entre el vecino y el compañero de Víctor suben a Daniel, y entre Víctor y mi hermano cargan hasta casa la silla de ruedas. Mi sobrino se asustó un poco. Enseguida, le explicamos lo que había pasado: el apagón y sus consecuencias prácticas en casa. Tendríamos que cantar y contar cuentos le dije, para pasar el rato, porque no había ni tele ni ordenador. Es lo que hicimos, junto a Alicia y Pablo, los niños vecinos, entre noticia y noticia.

El problema doméstico era que tampoco, lógicamente, había cocina ni microondas. Daniel sólo come triturados, que cocinamos en cantidad y luego se conservan en varios tuppers, que se guardan en el frigorífico. Pero, un triturado frío, Daniel no lo iba a querer. De nuevo la solidaridad. El mismo Víctor traía con él un camping gas que guardaba en el trastero, sin estrenar. Lo han estrenado en casa de Daniel para calentarle la cena. Los triturados del frigorífico parece que se han salvado todos.
Las ocasiones de crisis son las que evidencian nuestra extrema fragilidad, a pesar de todo el poder de la tecnología, pero también la existencia o no de una red social de apoyo. De apoyo mutuo, que es la que alivia la fragilidad en caso extremo. Y ayer esa red funcionó. Lo hizo porque existía de antemano: la solidaridad entre los vecinos de rellano de Daniel y sus padres no es de ahora, viene ocurriendo desde siempre. Ayer hubo suerte en el sentido de que aparecieron justo a tiempo, ya que no había forma de comunicarse para haberse organizado de antemano. Pero sin la actitud preexistente, la suerte tampoco hubiera servido de mucho.
Esta mañana, me ha contado Inma que les ha fallado la electricidad en casa al conectar la lavadora, ha saltado el diferencial quizás por un problema todavía con la potencia. Pero al principio no sabía muy bien a qué era debido el fallo. Y cuando Daniel ha notado que se iba la luz, se ha puesto a exclamar: ¡la luz, la luz! con un punto de desesperación. Por si acaso, han salido de casa pitando, para poder bajar en el ascensor a esperar al autobús que lleva a Daniel al centro diurno de Los Pueyos.
Hola, 👋😘 querida, como sabrás, actualmente vivo en la casa de mi asistente (teóricamente ya jubilado) y de su hermano, jubilado también. Salvo la acera, que tiene unos árboles centenarios con unas raíces enormes, que resultan bastante difíciles de sortear y que no quiero cortar porque amo a esos árboles, su sombra, su protección, su olor a otoño y no quisiera herirlos en lo más mínimo. Así que prefiero bracear y correr el riesgo de terminar con el respaldo en suelo, ruedas y patas para arriba, sin daño pero en ridículo. Como esta es una zona de construcciones bajas, no hay muchos apagones, porque la vieja red eléctrica no tiene tanta exigencia como en la ciudad, con edificios muy altos e infinidad de locales comerciales. Antes de que empezara el otoño aquí hubo unos días de muchísimo calor, con mucho riesgo de corte de luz por sobrecarga en el consumo y mis vecinos del quinto piso, en el edificio donde vivía antes estaban absolutamente aterrados de quedarse encerrados sin posibilidad de recibir o pedir ayuda en caso de algún problema de salud (son personas mayores) o peor aún, de quedarse fuera. Yo tuve que arreglar todo el techo porque se dañó durante una tormenta, así que por unas semanas tuve algunas goteras y luego gasté una cantidad importante de dinero. Mamá considera que de vivir en un departamento no tendría esta clase de problemas, pero si hubiera sufrido los apagones y el sube y baja de la atención eléctrica que daño tantos aparatos. Mi vecina perdió su aire acondicionado. Sigo prefiriendo las dificultades de vivir en una casa baja. En este país la cocina, el agua caliente y la calefacción suelen ser a gas, con lo cual no tengo demasiado problema con los alimentos en caso de apagón, salvo impedir que se malogren los que tengo refrigerados. Leía tu relato Y agradecí una vez más la absoluta bendición de poder vivir en una casa, aunque también haya estado algunas semanas sin agua caliente… Espero que las espaldas se hayan repuesto de semejante odisea. Abrazo 🫂🤗 Paula
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