La Navidad tiene sus detractores feroces (como mi vecino, que la maldice todos los años, cuando nos cruzamos en el ascensor) y sus enfervorizados defensores. Yo, lo confieso, oscilo entre un bando y otro, según las épocas y mi estado de percepción de las cosas del mundo, aunque siempre con cierta tibieza mediante. De hecho, llamo “poner la Navidad” al proceso de ir preparando el escenario y la voluntad para las fechas del solsticio. Esta vez me ha dado por hacer postales temáticas, no demasiado tópicas, conversadas con la inteligencia artificial que las dibuja por mí, y ha faltado poco para que volviera a poner el árbol grande en la medianera entre el salón y el despacho. Al final he optado por convertir la mesa del comedor en un bosquecillo de velas en forma de abetos y colinas de bolas blancas. Pero, como casi todos los años que recuerdo, el espíritu de la Navidad parece bullir siempre un poco ajeno a mí, siempre pegado a otras gentes, de tal manera que la Navidad, mi voluntad de Navidad, se ha hecho un tanto schrödingeriana: es y no es (perdón por la boutade).


De las navidades de mi primera infancia no guardo casi recuerdos. Me moría por montar el Belén en casa, con su río de papel de plata y su cielo de papel azul de forrar libros, como el de mis vecinas del piso de arriba. No lo conseguí. Tardé años en imponer el Belén, junto con los demás adornos prescritos, y entonces ya era una adolescente de gustos más minimalistas. De poco más me acuerdo, a excepción de lo relacionado con los Reyes Magos, un tema sujeto a graves contradicciones por mi parte, y la gran nevada que un 25 de diciembre cubrió Barcelona, un hecho fundacional de mi vida. Las de aquella época solían ser unas Navidades bastante tristes, y pensaba que era porque mis padres echaban de menos a la familia, que estaba lejos.

Guardo más recuerdos de las Navidades de mi segunda infancia, adolescencia y juventud, en nuestra casa zaragozana, incluido mi empeño en que mi hermano, unos cuantos años menor, las disfrutara con la alegría, despreocupación e inocencia que a mí me habían faltado. Sin embargo, siempre llegaba ese momento en que mi tía, a quien yo quería como a una segunda madre, repetía aquello de que las Navidades realmente buenas eran las de antes, cuando se reunía un montón de gente de la familia y allegados, y cantaban y bailaban hasta la madrugada: yo volvía a sentir que la Navidad era, pues, asunto de otros y otro tiempo. Más adelante, un 25 de diciembre murió mi abuelo paterno, y como mi relación con él no había sido estrecha, también la muerte, como la Navidad, me pareció un poco lejana. Pero cuando, años más tarde, se fue mi abuela materna, un 6 de enero, muerte y Navidad me dolieron en lo personal más profundo.
De las Navidades actuales no soporto su falsa anticipación comercial y consumista, que vacía el sentido de la celebración. Lo que agradezco, y en lo que me concentro, es repetir con Daniel, mi sobrino, joven y niño a la vez, el camino de horas vespertinas entre música, villancicos, cuentos y teatro navideños, que nos va acercando hasta los días en que vuelve a crecer la luz. La emoción de Daniel y su capacidad de invocar la felicidad momentánea son, definitivamente, la Navidad.