Con muchísimo retraso al tiempo social, por fin la Constitución española eliminará la ofensiva denominación de “disminuidos” para las personas con discapacidad. Es tanta la demora (por ejemplo, la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad entró en vigor en 2008, y la propia ley española de Promoción para la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia lo hizo en 2006), que casi aparecería como un acto de mera justicia poética, si no fuera porque es absolutamente importante y necesario fijar en el marco constitucional los conceptos básicos respecto a la dignidad de las personas con discapacidad, el respeto y protección a sus derechos, el apoyo para su crecimiento personal e inclusión social.
La tosquedad y desgana, por no decir desidia, con que el artículo 49 de nuestra Constitución fue redactado en su momento queda en evidencia, no sólo por su extrema brevedad y generalidad, sino porque en él ni siquiera aparece identificadas como “personas” quienes integran el colectivo de ciudadanos con discapacidad. “Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos …”, decía. Frente a ello, el texto propuesto para sustituirlo habla de “personas con discapacidad”; es un cambio imprescindible y de alcance fundamental.
La antigua redacción ponía toda la carne en una visión totalmente capacitista de la discapacidad: esa que no entiende la discapacidad ni sus elementos vitales, sino que se limita a procurar que sus conciudadanos con discapacidad dejen de serlo en la suficiente progresión como para incorporarse en los posible a la tareas normalizadas de la sociedad rentable: prever que no se produzcan las causas de la discapacidad (accidentes por ejemplo, o enfermedades inhabilitadoras), o, si la discapacidad ha acaecido, realizar un tratamiento y rehabilitación para minimizar sus consecuencias. Es lo que se entiende como una visión medicalizada y de eliminación de barreras de las personas con discapacidad.
Evidentemente, en los aspectos físicos y mentales de la salud, igual que para cualquier persona, hay que llevar a cabo actuaciones de tratamiento médico y rehabilitación. Sin embargo, la atención a la discapacidad ha de ir mucho más allá. En la nueva redacción se dice que “los poderes públicos realizarán las políticas necesarias para garantizar la plena autonomía personal e inclusión de las personas con discapacidad”: esto es un concepto que, desarrollado en su integridad (ya veremos) va más lejos y se refiere a más aspectos que el tratamiento y la rehabilitación.
A pesar de todo ello, yo sigo echando de menos la inclusión específica de a la garantía de los cuidados necesarios y del apoyo a los cuidadores. Hay muchas personas con discapacidad que no pueden ni podrán disponer de una autonomía personal real, y que necesitan ser atendidas adecuada y dignamente en su contexto vital. Para ellas “la especial protección” para el ejercicio de sus derechos y deberes” es la posibilidad de acceder a una red digna de cuidados dignos, que ayuden a su entorno natural. Ya que nos ponemos a reformar la Constitución, deberíamos no limitarnos a incorporar aquello que ya la sociedad ha asimilado como estándar, sino a potenciar lo que la sociedad futura ha de ser. Y en este sentido, aunque hay una clara referencia a los tratados internacionales, en los que sí se habla de la atención al cuidado y también a los cuidadores, haber diseñado un texto más concreto en este sentido hubiera ayudado mucho a mantener en pie la esperanza para toda la sociedad.
Dicho todo esto, en los entornos de la discapacidad se sabe bien que cada paso es un paso, y vale un mundo: el que está por venir.